FRANCISCO DE ASÍS, ENCUENTRO DEL EVANGELIO Y DE LA HISTORIA
ELOI LECLERC, OFM
Francisco de Asís no es sólo una figura admirable de santidad personal completamente original. Es también fruto de su época, que estaba precisamente dando a luz algo original: con el nacimiento de los «comunes», un nuevo orden social reclamaba su derecho a la existencia. De suerte que la «fraternidad» franciscana, forma inédita de vida religiosa, corresponde exactamente al estilo de este empuje nuevo.
Pero, al mismo tiempo, Francisco mide los riesgos y las perversiones de este orden social nuevo, donde el dinero se convierte en rey. De suerte que su «fraternidad» toma igualmente figura de protesta y de llamada, para que el siglo de los «comunes» y de los mercaderes no traicione el sueño de una verdadera fraternidad humana.
Ante una personalidad tan luminosa como la de san Francisco de Asís, si se quiere de veras encontrar al hombre y comprender su mensaje, hay que evitar dos escollos. En primer lugar, no debemos ceder con demasiada facilidad al atractivo de lo maravilloso. Se ha creado, a partir de las Florecillas, una leyenda y una estética franciscanas que han perjudicado la comprensión de la verdadera personalidad de Francisco. Que el Poverello haya sido un maravilloso amigo de la naturaleza, un poeta incluso, y que haya inspirado a numerosos artistas, es un hecho del que debemos alegrarnos. Pero si se recuerda sólo este aspecto o se le sobrevalora, se corre el riesgo de vaciar al personaje de su fuerza de carácter. Se le convierte en una especie de príncipe azul de la creación. Es el san Francisco de los pajaritos y del lobo de Gubbio. Se llega a olvidar que este hombre fue uno de los innovadores más atrevidos de toda la historia del cristianismo, que rompió con el sistema político-religioso de su tiempo, el de los señoríos de la Iglesia, las guerras santas y las cruzadas, y que supo crear, en el seno de la Iglesia, un espacio de libertad, exento del peso del poder.
El segundo escollo que hay que evitar es el de «sobrenaturalizar» falsamente al personaje. La simplicidad de este hombre, siempre presto para escuchar la Palabra de Dios y realizarla, puede engañar y hacer creer que todo en su vida proviene de inspiraciones sobrenaturales. Es un poco el defecto de algunas biografías primitivas que, para resaltar la obra de la gracia, callan las influencias humanas e históricas, como si la conversión de Francisco, su vocación, sus intuiciones originales, el desarrollo de su Orden, hubieran llovido directamente del cielo.
La realidad es más compleja. Más bella también. Por su origen social, por su rica naturaleza humana, Francisco participa de la efervescencia y del genio de su tiempo. Es impulsado por las energías ascendentes de una época en pleno crecimiento. Y la originalidad de su experiencia espiritual consistirá precisamente en hacer que se encuentren el Evangelio y la historia de los hombres.
Este maravilloso encuentro no fue, por cierto, fruto de una sabia reflexión. Se realizó de la manera más simple. Fue vivido más que pensado. Cuando el joven Francisco, que vibra por entero con la agitación de su siglo, descubre el Evangelio, lo entiende espontáneamente con la sensibilidad de su tiempo. Aquel día, a decir verdad, fue toda su época la que, a través de él, recibió el Evangelio en pleno corazón y la que gritó: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco» (1 Cel 22).
Lo que me propongo aquí es poner de manifiesto este encuentro mostrando cómo la vuelta de Francisco al Evangelio, lejos de realizarse de una manera intemporal, se inscribe en un devenir histórico, en un crecimiento humano colectivo; y cómo el Evangelio, redescubierto a la escucha de las grandes llamadas humanas, reencuentra su fuerza original de liberación y de salvación. Cualquier aventura espiritual importante es solidaria con la historia, con una historia total en la que no están separadas las realidades interiores y la expresión social. Desde este punto de vista, la experiencia evangélica franciscana, por su carácter ejemplar, puede inspirarnos y guiarnos todavía hoy.
I. UN MUNDO QUE SE AGITA
Francisco de Asís nace en 1182, en plena edad de oro de los mercaderes. El siglo XII estuvo marcado por un renacimiento extraordinario del comercio en toda Europa. Es la época de las grandes ferias de Champagne, donde se dan cita los mercaderes de Flandes y los de Italia. Este despertar comercial ha suscitado un verdadero auge urbano. Se han construido nuevas ciudades, y las antiguas recobran vida. Una joven sociedad urbana y comercial se ha formado en el seno del viejo mundo feudal y rural. Mientras este último vivía replegado sobre sí mismo, sobre sus tierras y al abrigo de sus fortalezas, la nueva sociedad de las ciudades, nacida de una economía de mercado, está abierta al movimiento y a los cambios. El mundo se ha puesto de nuevo en movimiento, vive una animación extraordinaria. Las personas y las mercancías circulan, pasan de un país al otro. Las ideas también. Un nuevo espíritu sopla en toda Europa.
Muy pronto, este nuevo mundo de las ciudades se siente oprimido en las viejas estructuras feudales que atan a los hombres a unos dominios y a un señor. Soporta cada vez más difícilmente este vasallaje con sus obligaciones fiscales, jurídicas y políticas. Una tras otra, las ciudades mercantiles reclaman su exención del poder señorial. Es la dirección del movimiento comunal. Las ciudades se erigen en comunes autónomos.
Francisco crece en este mundo que bulle. Él mismo es hijo de un rico mercader de paños, Pietro Bernardone, que no duda en cruzar los Alpes y frecuentar las ferias de Francia. Asís, pequeña ciudad en el corazón de Umbría, tiene en aquel tiempo sólo algunos miles de habitantes; pero goza de una autoridad comercial efectiva. Consciente de su importancia, también ella soporta cada vez peor la tutela feudal e imperial. Dieciséis años tiene Francisco cuando, en la primavera de 1198, los habitantes de Asís se sublevan y toman la Rocca, la fortaleza que domina su ciudad. Dieciocho tiene cuando Asís se proclama común libre, y los ciudadanos, reunidos en la plaza pública, suprimen todas las prestaciones y derechos feudales. El joven Francisco participa en estos acontecimientos que acaban con el viejo sistema feudal y abren una nueva era social. Ahora los burgueses son sus propios dueños, dueños de su ciudad. Un viento de libertad sopla sobre la ciudad emancipada. Y Francisco, como todos los jóvenes burgueses, lo respira con embriaguez y voluptuosidad.
II. LA GRAN ASPIRACIÓN DE UNA ÉPOCA
Esta liberación que vive Asís después de tantas otras ciudades de Italia y de Europa, tiene una importancia capital. No es un simple acontecimiento local, un arreglo de cuentas cualquiera entre los habitantes y los representantes del poder feudal e imperial. Se trata de algo completamente distinto. Esta liberación forma parte de un movimiento general; está ligada al conjunto del devenir social de la época. La liberación de los comunes es el estallido de una aspiración social y política desde hace mucho tiempo en gestación y que lleva finalmente la revolución económica hasta su madurez (1). Porque si las Cartas de libertad son dictadas por los imperativos de una economía de mercado, no expresan menos una emancipación y una promoción humana colectivas.
¿Cuál es, pues, la gran aspiración que se abre paso en la liberación de los comunes?
«Común», esta palabra nueva expresa muy bien lo que quiere decir. Traduce la voluntad de los hombres de este tiempo de asociarse para tomar en sus propias manos su destino, libremente y en pie de igualdad. Expresa este hecho nuevo, de considerable importancia: unos hombres, mantenidos hasta entonces bajo tutela en una humanidad menor, se reúnen y se organizan ellos mismos en nombre del bien común; siguen todavía atados por un juramento; pero esta vez el juramento consagra una solidaridad horizontal.
La liberación de los comunes es realmente una nueva sociedad que aspira a nacer sobre la base de nuevas relaciones sociales. La antigua sociedad, la sociedad feudal, se fundaba sobre relaciones de dependencia y de subordinación. En ella, el hombre era siempre vasallo de otro hombre. El detentador de la tierra era el señor. Todos los que vivían en su dominio eran sus vasallos, por diversos títulos además. Desde hacía cuatro siglos, el mundo vivía bajo este régimen. La masa del pueblo, esencialmente rural, encontraba su subsistencia y su seguridad en la subordinación a un señor cuyas tierras cultivaba y al que prestaba juramento de vasallaje económico y social.
Los comunes rechazan ese tipo de sociedad, que no responde ya a las nuevas exigencias de una economía de mercado. Están resueltos a sustituir las relaciones verticales de dependencia por vínculos de asociación. Fueron los comerciantes, es decir, hombres habituados a asociarse para sus negocios y a formar gremios o hansas, quienes pusieron en marcha el movimiento comunal. Y, en su origen, el común es esencialmente la asociación de todos los habitantes de una ciudad para resistir mejor al poder señorial, para hacerlo fracasar y, finalmente, liberarse de él. La liberación de los comunes, por tanto, es ante todo el triunfo del espíritu de asociación sobre un régimen de subordinación y de vasallaje.
La asociación, con sus vínculos horizontales, exentos de toda dominación, he ahí la aspiración fundamental, la gran esperanza humana que enardecía entonces a los hombres. A esta aspiración y a esta esperanza, le dan un nombre y un cuerpo: el común.
Nada más significativo que el juramento que vincula entre sí a los miembros de un mismo común. Los comunes, en efecto, recogieron de la sociedad feudal la práctica del juramento: como el vasallo prestaba juramento de fidelidad a su señor, los burgueses se prestan juramento entre sí. Pero, a diferencia del juramento feudal, el juramento comunal une a iguales. Lo propiamente revolucionario en el origen del movimiento comunal es precisamente el carácter igualitario del juramento que vincula entre sí a los miembros del común.
Se puede decir que, con el advenimiento de los comunes y el espíritu democrático que los caracteriza, la idea de fraternidad flota en el ambiente. Merece destacarse que la palabra «fraternitas» y la realidad que ella expresa alcanzaron entonces un gran éxito. Todas las nuevas agrupaciones sociales se llaman «cofradías» o «fraternidades» o «comunidades». A través de estas denominaciones, una misma aspiración se abre camino y se esfuerza por realizarse en el cuerpo social.
III. UN GRAN OBSTÁCULO
Pero, ¿mantendrán los comunes sus promesas, una vez liberados de la tutela feudal? El pueblo humilde que trabaja en los oficios y se ha asociado, junto a los ricos mercaderes, a la sublevación comunal, ¿sacará también él provecho de esta emancipación? Y los campesinos que han huido de los campos para escapar del vasallaje, ¿encontrarán efectivamente en las ciudades una sociedad más libre y más fraterna?
Muy pronto la gran esperanza de los comunes se encuentra con brechas abiertas. El ideal de asociación que los inspiró tropieza con un gran obstáculo: el dinero. El mundo de los comunes está dominado por los mercaderes que desempeñan en él un papel de primer plano. Es un mundo donde reina el dinero. Han aparecido las monedas. Las piezas de oro y de plata han comenzado a circular. Y, con el brillo de los ducados y de los florines, ha nacido el afán de lucro, la pasión del dinero.
Y no es sólo en la vida económica, a nivel de los intercambios comerciales, donde se impone cada vez más el dinero; éste se impone también en la vida social y política, en el plano de las relaciones sociales. Los miembros más ricos de la burguesía acaparan los cargos municipales y toman en sus manos las riendas de toda la administración y la jurisdicción. Se distinguen cada vez más del «común». Llegan incluso, como en el caso de la ciudad de Asís, a aliarse con la vieja aristocracia feudal. Se convierten en «maiores», en «patricios». En muchas ciudades, con el fin de estar seguros de que ningún indeseable se introduzca en sus filas, establecen, para la renovación de los cargos municipales, el principio de la cooptación (2). El gobierno urbano es un gobierno plutocrático (de los ricos, de la clase más rica), que acaba por convertirse en oligárquico, las mismas familias se perpetúan en el poder.
La revolución comunal dista pues mucho de haber beneficiado a todos. Las cartas de libertad que abrieron a los ricos mercaderes el acceso a las responsabilidades, apenas han emancipado al pueblo humilde de los artesanos y siervos de la gleba. Y esto tanto más por cuanto los nuevos detentadores del poder, además de menospreciar los derechos inscritos en la carta, y que son los mismos para todos, otorgan fácilmente privilegios, como atestiguan los cronistas del tiempo. Un testigo de la época, Felipe de Beaumanoir, jurista de san Luis, afirma: «Muchas discordias nacen en las buenas ciudades a causa de los impuestos, pues sucede con frecuencia que los hombres ricos, que son gobernadores de los negocios de la ciudad, ponen menos de cuanto debieran, ellos y sus parientes, y eximen a los otros hombres ricos (...) y así todo el peso cae sobre la comunidad de los hombres pobres. Y, por eso, han llegado muchos males, porque los pobres no querían soportarlo...» (3). Tales abusos se comprueban más o menos en toda Europa.
El verdadero señor de los comunes es el dinero. A pesar de todos los juramentos igualitarios y de las protestas de fraternidad, el dinero no tardó nada en trazar una nueva línea de separación social en el seno de la nueva sociedad. Dos categorías se enfrentan: de un lado, un puñado de ricos mercaderes o de hombres de negocios, que acaparan la propiedad urbana de bienes raíces, el dominio de la vida económica y el control de la vida política; de otro, el «común», el «popolo minuto», obreros y artesanos humildes, condenados las más de las veces a una vida bastante miserable. Entre los tejedores es donde se encuentran las categorías sociales más desfavorecidas.
Así, la revolución comunal, nacida de una gran aspiración popular, no trajo el cambio esperado. El dinero lo echó todo a perder. Los comunes desembocaron en nuevas formas de desigualdad y de opresión. Las tensiones son vivas, sobre todo en las ciudades de la industria textil. En Italia, como en Flandes y en Inglaterra, estallan sublevaciones.
Frustradas en su espera, las gentes humildes de las ciudades no cesan, sin embargo, de soñar en una sociedad más feliz y más fraterna. La gran esperanza se ha refugiado en los corazones. Permanece allí viva, tenaz, pronta a inflamarse al primer soplo favorable. Se la ve resurgir en las sectas religiosas que empiezan a proliferar y todas las cuales se ponen bajo el signo de la fraternidad.
Pero, ¿qué representa entonces la omnipresente Iglesia respecto a las nuevas aspiraciones? ¿Qué tiene ella que ofrecer a la espera de los más humildes, decepcionados de su esperanza humana?
IV. UNA IGLESIA QUE SIGUE SIENDO FEUDAL
Mientras el mundo bullía a su alrededor, la Iglesia permaneció feudal. Es feudal por sus inmensos dominios, por sus señoríos y sus «beneficios», que le aseguran su base económica: monasterios y obispados cubrían entonces Europa. Feudal es también por su modo de gobernar y por las relaciones sociales que mantiene con la población: abades y obispos son señores que unen a su función espiritual un poder temporal; su gobierno, que se extiende a veces a regiones enteras, es de tipo feudal, descansa en las relaciones de señores a vasallos. La Iglesia es igualmente feudal en su misma manera de enfocar y de cumplir su misión espiritual, no dudando en recurrir a armas temibles, tales como la excomunión de los príncipes o la cruzada contra los herejes y los infieles.
No hay pues que extrañarse si la primera reacción de la Iglesia respecto al mundo nuevo de los comunes es de total desconfianza e incluso de hostilidad. A decir verdad, no entiende lo que está ocurriendo. «El común, palabra nueva y detestable»; este juicio de Guibert de Nogent, abad de Nogent-en-Coucy, refleja bien los sentimientos de los clérigos. Y no es sólo el nombre lo que les da miedo, sino el mismo sistema comunal. En un sermón a los burgueses, el cardenal Jacobo de Vitry vitupera el gobierno comunal en el que ve a la bestia del Apocalipsis: «...El deber de los laicos, exclama, es obedecer: no tienen derecho a mandar. El común es como el león del que habla la Escritura, que desgarra brutalmente, y también como el dragón, que se oculta en la mar y os acecha para devoraros...» (4). Estas diatribas revelan hasta qué punto la Iglesia es prisionera del pasado; ha permanecido feudal en su forma de gobierno, en su mentalidad, en la concepción de sus derechos y hasta en su espiritualidad. Es feudal y clerical hasta la médula.
Ahora bien, lo que la evolución de la sociedad pone en tela de juicio es precisamente ese estilo protector y dominador. La nueva sociedad quiere ser libre de la tutela feudal, sea laica o eclesiástica. Rechaza cualquier vasallaje. Quiere administrarse ella misma, libremente, democráticamente. A los ojos del joven mundo de los comunes, la Iglesia, con sus señoríos temporales, aparece ligada a un sistema social caducado y opresivo.
Esta situación provoca un profundo malestar en el pueblo cristiano y en el bajo clero. El pueblo humilde de las ciudades y del campo se siente cada vez menos a gusto en una Iglesia cuyos pastores son personalmente unos señores y se comportan como tales. Busca entonces en otra parte y se vuelve hacia las sectas, que nacen un poco por todas partes y todas las cuales quieren volver a la pobreza evangélica y reencontrar el estilo de las primeras comunidades cristianas. Un estilo caracterizado precisamente por las relaciones fraternas y libres. Estas comunidades de base surgen del pueblo y de las nuevas capas sociales: obreros anónimos o mercaderes; se desarrollan muy rápidamente y se extienden por toda la cristiandad. Humillados, Valdenses, Cátaros, etc., todos buscan una comunidad cristiana que esté a la vez más conforme a los orígenes apostólicos y más próxima a las nuevas aspiraciones sociales. Algunos de estos movimientos se radicalizan: nacidos de una voluntad de reforma de la Iglesia, acaban por poner en tela de juicio la institución misma.
Cuando, en 1208, Francisco de Asís comienza a recorrer Umbría para anunciar el Evangelio, Italia del Norte está tan infestada por las sectas, especialmente los Cátaros, como el Mediodía de Francia. Pero va a suceder algo inesperado y único: sin violencia, sin cruzada, sin polémica siquiera, las sectas desaparecen al paso de Francisco, como «aves nocturnas ahuyentadas por los primeros rayos del sol». ¿Quién es, pues, este hombre por quien el Evangelio vuelve a ser Buena Nueva en el corazón de la historia de los hombres?
V. UN HIJO DE MERCADER Y DE LOS COMUNES
Francisco pertenece a esta sociedad urbana y mercantil que acaba de conquistar sus libertades. Tiene su juventud y su dinamismo. Crece en la euforia de la primavera del común de Asís. Se encuentra completamente a su aire en este mundo que se agita y cuyas energías ascendentes siente hervir en sí. Iniciado muy pronto en el comercio de su padre, mercader de paños, da pruebas de habilidad, gana mucho dinero y lo derrocha alocadamente en fiestas con sus amigos. Algunas noches, después de haber comido y bebido espléndidamente a costa de Francisco, la banda de jóvenes burgueses desfila de juerga por las calles de Asís entre cantos y música; y el hijo de Pietro Bernardone cierra el cortejo, bastón en mano, cual corresponde al jefe de la fiesta.
En verdad, este joven, desbordante de vida y de alegría, es ante todo un ser abierto a la relación humana: busca los encuentros, los contactos, la sociedad. Feliz, por otra parte, si en ello él es el punto de mira. Le gusta deslumbrar. Por su forma de vestir, lujosa y extravagante a la vez, por su prodigalidad y exuberancia, asombra, arrastra, actúa como un joven príncipe y brilla como un sol. Por lo demás, siempre afable y cortés. Todas las esperanzas le están permitidas, y también todas las ambiciones; no le faltan ni unas ni otras. Los ricos burgueses que tienen en sus manos los asuntos de la ciudad aspiran a elevarse al rango de la vieja aristocracia que ellos han suplantado. Llegar a ser caballero e incluso príncipe, tal es el sueño de Francisco a los veinte años.
Participa en la lucha de Asís contra Perusa, la ciudad vecina y rival. Hecho prisionero, pasa un año en cautiverio. Cuando regresa, su salud está seriamente quebrantada. Una larga enfermedad lo condena a la soledad y a la reflexión. Y he aquí que tiene la posibilidad de experimentar, en lo más secreto de su corazón, la gran dulzura de Dios.
Al mismo tiempo, sus ojos se abren: descubre el reverso de esta sociedad de la que él es uno de los privilegiados. El mundo de los comunes, tan orgulloso de sus libertades y de su ideal democrático, tiene también sus personas despreciadas, sus desheredados e incluso sus excluidos: los leprosos rechazados de la sociedad, los mendigos de la calles y todos los trabajadores modestos que se fatigan y penan en los oficios. Francisco se da cuenta de que ha vivido hasta ese día en una dorada ilusión, en una total inconsciencia. Ha pasado al lado de esta pobreza y de esta miseria sin verla, sin sospecharla siquiera, con el estómago lleno, en medio de cantos de fiesta y con la bolsa repleta de piezas de oro. Ahora calcula los estragos del dinero. El mundo de los comunes no es el mundo fraterno que habían esperado los pobres al sublevarse junto a los ricos burgueses contra el poder feudal. El dinero, como el gusano en la fruta, ha devorado su esperanza. Donde el dinero es rey, no hay lugar para una verdadera fraternidad. Entonces, conmovido por la compasión y volviendo la espalda a la riqueza y a su poder, Francisco se acerca a todos esos pobres que se convierten en sus nuevos amigos.
No sabe todavía lo que el Señor espera de él. En la ermita de San Damián, cerca de Asís, pasa largas horas mano a mano con la imagen del Crucificado que le habla de la angustia del mundo y de la Iglesia: «Francisco, le dice un día Cristo, ve y repara mi iglesia que amenaza ruina.» En la simplicidad de su corazón, Francisco interpreta literalmente estas palabras e inmediatamente se dispone a reparar la humilde ermita. Durante tres años, llevando la vida de los ermitaños, trabaja en la restauración de diversos santuarios de los alrededores de Asís.
VI. EL CHOQUE EVANGÉLICO
Después, cierto día, en una de esas ermitas restauradas por sus cuidados, oye leer en la misa el Evangelio del envío de los discípulos en misión. Las palabras de Cristo son para él como una revelación. Esta vez la luz es total en su espíritu: «Esto es lo que yo busco, exclama Francisco saltando de gozo, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica.» Este Evangelio resuena en sus oídos como una llamada a la misión, como una apremiante invitación a ponerse en camino, a surcar el mundo para llevar la Buena Nueva. Este hijo de mercader no teme los viajes, sino todo lo contrario. Decide al instante apartarse de toda morada fija, de toda instalación. La vida evangélica a la que se siente llamado será una vida itinerante. Francisco rompe así con el sistema político-religioso de su tiempo, el de los feudos y señoríos de la Iglesia. En una Iglesia sólidamente instalada y que tiene pies de plomo, Francisco reencuentra la movilidad, la ligereza y el alborozo de la marcha, el estremecimiento de la juventud, la gozosa impaciencia del mensajero. Redescubre el Evangelio como movimiento: como movimiento de Dios hacia los hombres.
Otra cosa impresiona a Francisco en este Evangelio, la palabra del Señor: «No llevéis oro ni plata...» Bien sabe él, hijo del rico mercader de paños, qué lugar ocupa la preciosa moneda en la sociedad de los comunes y qué daños produce en el plano de las relaciones humanas. Toma, pues, la palabra de Cristo muy en serio. A la letra. Francisco irá hacia los hombres, pero rechazará pactar con el dinero. Será pobre. Trabajará con sus manos, como los pobres. Y, si es necesario, mendigará su alimento.
Por último, Francisco retiene de esta página del Evangelio el mensaje de paz: «En cualquier casa en que entréis, decid: "Paz a esta casa".» El discípulo es enviado a anunciar la paz. Evangelizar es precisamente eso: ofrecer a todos la gran paz mesiánica, la que reconcilia a los hombres con Dios y a los hombres entre sí.
Y he aquí a Francisco por los caminos de Umbría, infatigable mensajero de paz.
VII. PRIMAVERA DE FRATERNIDAD
Al responder personalmente a la llamada del Evangelio, Francisco no pensó de ninguna manera en fundar una orden. Pero pronto se le unen algunos jóvenes de Asís y de los alrededores, impresionados por su ejemplo y su palabra, y adoptan su género de vida. Son Bernardo de Quintavalle, joven burgués, luego Pedro Cattani, un jurista, y Gil, hombre del pueblo. Otros vienen a engrosar sus filas. De esta manera, sin haberlo buscado, Francisco se convierte en fundador de una nueva familia religiosa que crece rápidamente. Una cosa es vivir uno mismo según el santo Evangelio, y otra cosa distinta es encarnar este ideal en una comunidad cada vez más numerosa. En esta delicada tarea es donde se va a manifestar con el máximo esplendor la intuición original de Francisco, de acuerdo con el talante del tiempo.
En aquella época, no faltaban en la Iglesia modelos probados de vida comunitaria. Estaban los canónigos de san Agustín y sobre todo los monjes que seguían la regla de san Benito o de san Bernardo. Francisco se niega a seguir esos modelos. Los rehúsa con respeto pero con firmeza. Su punto de referencia es directamente el Evangelio: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor papa me lo confirmó», exclama Francisco en su Testamento (Test 14-15).
¿Quiere esto decir que el antiguo ideal monástico no se inspiraba también en el Evangelio? Ciertamente no. Pero el ideal monástico respondía a otras condiciones de vida y a otras aspiraciones. Estaba adaptado a un tipo de sociedad esencialmente rural, caracterizada por la estabilidad. La abadía benedictina estaba vinculada a una tierra, a unos dominios de los que sacaba los medios para su subsistencia. Por esto, se había adaptado con toda naturalidad al sistema feudal, cuyo modo de gobierno y de relaciones sociales había hecho propio. El abad se convirtió en un dignatario, un señor. Gobernaba no sólo a sus monjes, sino también a todas las familias campesinas que habitaban y trabajaban en las tierras de la abadía. Este gobierno era de tipo señorial. Por más humano que fuese, no por eso dejaba de basarse en relaciones jerárquicas de señor a vasallos.
Francisco vive en un contexto social muy distinto. Es hijo del común, hemos dicho. La sociedad con la que él está en contacto no está vinculada a unos dominios. Es una sociedad urbana y mercantil, donde las relaciones sociales ya no son relaciones de subordinación a un señor, sino vínculos de asociación entre ciudadanos. Salido de este medio social nuevo, Francisco está espontáneamente sensibilizado con ciertos valores humanos y evangélicos que el antiguo ideal monástico había dejado en la sombra.
Así es como, de una vez por todas, Francisco pone bajo el signo de la fraternidad la nueva comunidad que se forma alrededor de él. Todos los miembros son igualmente hermanos. Aquí encontramos, si bien asumida a la luz del Evangelio, la aspiración fundamental de la época. La joven comunidad es, en el sentido pleno de la palabra, una fraternidad. «Ninguno de los hermanos, escribe Francisco en la Regla de 1221, tenga potestad o dominio, y menos entre ellos. Pues, como dice el Señor en el Evangelio, los príncipes de los pueblos se enseñorean de ellos y los que son mayores ejercen el poder en ellos; no será así entre los hermanos...» (1 R 5,9-10). De ese modo, el Pobrecillo de Asís repudia toda relación de tipo feudal; rehúsa igualmente el paternalismo abacial. Crea la fraternidad. «En virtud de la intención expresa de Francisco de Asís, escribe el P. Chenu, sus primeros compañeros constituyen no una orden ("ordo"), sino una fraternidad, con la coloración anárquica de la palabra. Francisco creó la imagen y la vocación de hermanos» (5). El término «fratres», hermanos, redescubierto en su vigor original y evangélico, se convierte desde entonces en el nombre propio de los miembros de la nueva comunidad, nombre que los distingue de los monjes y de los canónigos. En verdad, designa un estilo nuevo, original, de relaciones humanas en el seno de un grupo religioso.
VIII. UN CAMINO NUEVO
A todos estos hombres que vienen a él desde ambientes sociales muy diversos (burgueses, labriegos, clérigos, juristas...), Francisco les enseña a vivir en unas relaciones en las que ya no hay dominadores ni dominados, en las que todos están asociados fraternalmente y en las que el único camino es el del diálogo y el del servicio mutuo. «Y dondequiera que estén y se encuentren unos con otros los hermanos, condúzcanse mutuamente con familiaridad entre sí. Y exponga confiadamente el uno al otro su necesidad, porque si la madre nutre y quiere a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno querer y nutrir a su hermano espiritual?», escribe Francisco (2 R 6,7-8).
Este nuevo estilo de relaciones, a la vez generoso y caluroso, aparece entonces a muchos hombres como una liberación. En el fondo, Francisco y sus compañeros viven, siguiendo el Evangelio, lo que los comunes en su origen aspiraban a realizar, pero sin conseguirlo a causa del dominio del dinero. Realizan así el sueño de su tiempo. Esto explica el rápido e inmenso desarrollo de la joven fraternidad franciscana.
De ahí también su dinamismo. La nueva fraternidad está impaciente por gritar a los hombres el secreto de su alegría y de su liberación. Anuncia al mundo de los comunes, tan orgulloso de sus libertades, pero esclavizado por el dinero, la verdadera juventud y la verdadera libertad del mundo. Arrebatada por este impulso, se extiende a través de Italia, luego a través de toda Europa e incluso más allá de los mares, en África y en Asia. No todos los hermanos predican, pero todos dan testimonio de la Buena Nueva. Son conscientes de tener algo que transmitir, algo a la vez nuevo, esencial y maravilloso.
IX. HERMANOS MENORES
Si se quiere caracterizar más netamente aún la nueva familia religiosa y la experiencia evangélica que ella realiza en la historia, hemos de prestar atención a una decisión concreta de Francisco: «Quiero, dijo, que esta fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores» (1 Cel 38). «Hermanos Menores», esta denominación esclarece y precisa la idea que Francisco tiene de la vida de los hermanos y de su vocación en la sociedad y en la Iglesia. «Mis hermanos, explica él, se llaman menores precisamente para que no aspiren a hacerse mayores. La vocación les enseña a estar en el llano y a seguir las huellas de la humildad de Cristo...» (2 Cel 148).
Para comprender todo el alcance de este nombre dado a los hermanos por el mismo Francisco, conviene hacer aquí una observación importante. Aunque de inspiración evangélica, la denominación «minores» tenía en aquella época una significación clasista. Designaba al pueblo bajo, en oposición a los «maiores», es decir, los señores feudales, y también los ricos burgueses que los habían suplantado y que detentaban el poder en la sociedad de los comunes.
El significado social de la palabra «minores» no podía escapársele a Francisco. Pero no le asustó. Por el contrario, al dar a sus hermanos el nombre de menores quería situarlos socialmente entre la gente más modesta de las ciudades. La humildad a que los invitaba no se limitaba a una actitud puramente interior; tenía también una dimensión social. Por ello, los hermanos no debían ejercer ningún poder de dominio, no sólo entre ellos, sino tampoco en la sociedad. En la Regla de 1221 (1 R 7,1-2), Francisco pide expresamente a los hermanos que van a trabajar a casa de otros que no acepten ningún empleo que conlleve poder y autoridad sobre otros hombres y que, por tanto, los asimilaría a la clase dirigente y dominante; debían rechazar todo puesto de mando y de dirección. Tomás de Celano deja constancia de que, «en verdad, eran menores quienes, sometidos a todos, buscaban siempre el último puesto y trataban de emplearse en oficios que llevaran alguna apariencia de deshonra...» (1 Cel 38). Los primeros hermanos, tanto por su trabajo como por su modo de vida, formaban pues parte de los «minores», gente sin relieve, que no tenían ningún poder en la sociedad urbana y muy a menudo estaban expuestos al desprecio y a la inseguridad. «Los hermanos, escribe Francisco, deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos» (1 R 9,2).
Deben gozarse porque existe un pacto secreto entre el Evangelio y el mundo de los pequeños, entre la esperanza del Reino y la aspiración de los desheredados a una sociedad más fraterna. Francisco percibe con agudeza y de una manera vital esta alianza. Por eso, la primitiva comunidad franciscana no es sólo una fraternidad de pobres voluntarios, que cultivan la pobreza como una virtud, en un universo cerrado, separado del mundo y de su historia; es también una fraternidad con los pequeños y los pobres, un compartir su condición de vida y sus aspiraciones. Vivida en nombre de Jesús, esta fraternidad se expande a su alrededor y se ofrece a todos los hombres, como las primicias del Reino, como el anuncio de una humanidad en la que no habrá ya dominadores ni dominados, sino solamente hermanos y hermanas bajo la mirada del Padre. De esta manera se realiza verdaderamente el encuentro de la Palabra de Dios y de la esperanza de los hombres: el Evangelio entra de nuevo en la historia donde vuelve a ser para todos la Buena Nueva.
X. UNA «FASCINANTE» EXPERIENCIA DE DIOS
A la luz de este encuentro, la experiencia espiritual del Pobrecillo de Asís se descubre en toda su profundidad y originalidad. A diferencia de las sectas que, en esta época, pretenden también volver al Evangelio, pero atacando a la Iglesia, Francisco y sus compañeros se muestran infinitamente respetuosos con la institución eclesial y sus ministros. Nada de agresividad. Al paso de los primeros hermanos brota, por el contrario, una vida humilde y transparente, una vida feliz que ha encontrado el espíritu de infancia en su misma fuente. Francisco y sus hermanos prefieren el cántico a la polémica. Son pobres que cantan. Y nada podría distraerles de su canto. En verdad, viven una «fascinante» experiencia que les absorbe por completo.
¿Cuál es esta experiencia? Consiste, ante todo, en una nueva aproximación a Dios, en una mirada nueva sobre Dios. El Dios que Francisco descubre no es el de los señoríos de la Iglesia, el de las guerras santas y las cruzadas. No es tampoco el Señor a la manera feudal. Ni siquiera el Señor bienhechor que, desde lo alto de su posición dominante, derrama sus larguezas sobre sus fieles vasallos. Dios mismo ha dejado su posición dominante. El cielo ha perdido sus orgullos. «El Señor de la majestad, dice Francisco, se ha hecho hermano nuestro» (2 Cel 198); se ha hecho uno de nosotros, el más pobre de entre nosotros; ha caminado con nosotros. La andadura evangélica del Pobrecillo corre pareja con el descubrimiento maravillado de la «humanización» de Dios. Francisco no se cansa de contemplar y de cantar la humanidad de Dios, la humildad de Dios. «Mirad, hermanos, exclama, la humildad de Dios...» (CtaO 28). Esta visión le llena de gran felicidad. Según Celano, le gustaba repetir este versículo del Salmo: «Lo verán los pobres (a Dios), y se alegrarán» (Salmo 68,33; 2 Cel 70). Y al decirlo, exultaba de gozo. Porque no solamente lo creía, sino que lo experimentaba ya.
Esta humanidad de Dios no era para Francisco simple objeto de devoción; inspiraba todo su comportamiento, todas sus relaciones; era acogida como un nuevo principio de sociedad. Si Dios viene a nosotros por caminos de humanidad, nosotros, por nuestra parte, sólo podemos ir a Él por caminos de humanidad. Francisco vio muy claro que el Dios del Evangelio no se acomoda a cualquier organización colectiva, a cualesquiera relaciones sociales; Él revela verdaderamente su rostro sólo donde se instaura una comunidad humana fraterna, unas relaciones exentas de toda dominación. «Nunca, escribe Francisco, debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios. Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada...» (2CtaF 47-48).
XI. ...Y DEL MUNDO
Esta mirada nueva sobre Dios va acompañada de una nueva visión del mundo. Es el segundo aspecto de la «fascinante» experiencia de Francisco. Sus ojos y los de sus compañeros se han vuelto humanos. Han aprendido a mirar los seres y las cosas dejando de lado toda voluntad de apropiación y de dominación; los ven ya no en relación a sus intereses o a sus ambiciones, sino como criaturas de Dios, dignas de amistad. Descubren su esplendor oculto y su profunda unidad.
Esta «fascinante» experiencia del mundo, esta alegría pura de existir en medio de las cosas, Francisco la expresó con acierto en su Cántico del hermano Sol. Este Cántico manifiesta una adhesión sin reservas, entusiasta, al mundo, a la misma materia. Es un sí al universo, una afirmación del valor de los seres y de las cosas, tal como los hemos recibido de manos del Creador. En el Cántico, el impulso de alabanza que arrastra al alma hacia el Altísimo se abre a la comunión con todas las criaturas. Al volverse hacia las realidades de aquí abajo, Francisco fraterniza con ellas, escucha su voz, admira su hermosura. Y, con ellas, alaba al Altísimo. Esta alabanza, que comienza por los elementos más resplandecientes, como el sol, la luna y las estrellas, desciende poco a poco hacia los más humildes. El Cántico del hermano Sol se convierte así en el canto del viento, del agua, del fuego y finalmente de la tierra. El impulso hacia el Altísimo pasa en el Cántico por este humilde retorno a «nuestra madre Tierra». Una tierra pacificada, feliz y radiante de la luz de Dios.
Este canto no deja que se le separe de la experiencia de la que brota. Es el canto de un hombre que, durante toda su vida, ha trabajado, luchado, sufrido, para que haya un poco más de fraternidad entre los hombres y para que se manifieste al fin, en la sociedad de su tiempo, la humanidad de Dios. Frente a un mundo de mercaderes, en el que la pasión fundamental es la del dinero, este canto se eleva como una protesta y una llamada. La fraternidad universal que canta Francisco no se nos da completamente hecha; es una tarea que hay que realizar, un mundo que hay que construir; ella es el sentido del mundo. Fraternizar con todas las criaturas, como lo hace Francisco, es, según la atinada expresión de Paul Ricoeur, trabajar en «convertir toda hostilidad en una tensión fraterna, en el interior de una unidad de creación» (6).
XII. LA PASCUA DE UN POBRE
No es posible comprometerse a seguir este camino, tras las huellas de Cristo, sin encontrarse con el misterio de la Cruz. La vida del Pobrecillo no fue «un cántico único y entusiasta» y «una sonrisa sin fin». Fue también un combate y un arduo sufrimiento por los valores evangélicos de la pobreza y de la fraternidad, a los que se había consagrado totalmente, pero que pronto fueron impugnados y amenazados en el mismo seno de su Orden. Francisco tuvo que defender su ideal contra algunos de sus hermanos demasiado propensos a actuar como personajes importantes e influyentes, y a orientar la Orden en un sentido que no era el de Francisco. Conoció la soledad, la angustia, el sentimiento de fracaso. Este combate y este sufrimiento lo condujeron a la cumbre del Alverna. El Evangelio es siempre una historia trágica: el último acto es sangriento; pero lo es como un nacimiento. La prueba que torturaba a Francisco encontró su desenlace en una profundidad de pobreza que él no había sospechado, pero que, una vez acogida, lo asemejaba a Cristo crucificado.
Desde entonces Francisco podía decir como el apóstol Pablo: «En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús» (Gál 6,17). El combate culminaba en la paz. Y la última palabra estaba en el cántico. A principios de octubre de 1226, habiendo oído de boca de su médico que no tenía más que algunos días de vida, Francisco llamó a dos de sus compañeros y les pidió que le cantasen su Cántico del Sol, al que añadió una última estrofa: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la Muerte corporal...» El sol y la muerte; el Pobrecillo podía mirarlos en este instante con la misma mirada fraterna. En uno y en otra aparecía ante sus ojos un mismo camino de luz. Para el hombre comprometido en la historia del mundo, en la gran aventura fraterna en seguimiento de Cristo, la luz lo había invadido todo; ya no había tinieblas. El hombre fraterno se acercaba a la muerte con un corazón solar.
Entregando este mensaje supremo, Francisco murió el 3 de octubre de 1226. Tenía solamente cuarenta y cuatro años.
Francisco de Asís no ha dado al mundo una nueva doctrina. No ha propuesto una nueva interpretación teológica. Y, sin embargo, de su vida dimana una luz y una fuerza de renovación siempre actuales. Esta luz y esta fuerza son las de un retorno al Evangelio, en el que se han encontrado e íntimamente unido la pasión del Reino de Dios y la esperanza humana de los pobres. De este encuentro ha brotado no sólo un inmenso movimiento fraterno, sino también una aproximación más auténtica a Dios. Francisco nos ayuda a reencontrar la profundidad de la Encarnación. El «belén» que quiso re-crear la noche de Navidad en Greccio, no era solamente una invención encantadora y poética; era también la expresión sensible de un redescubrimiento de la humanidad de Dios en el corazón de la historia de los hombres; manifestaba a todos que Dios nace allí donde comienza una verdadera fraternidad humana (7).
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1. Cf. M.-D. Chenu, La conception du devenir social, Semaines sociales de France, XXXIV session (1947), Chronique Sociale de France, Lyón, pp. 231-250.
2. N. del E.- Cooptación es la designación de alguien para miembro de una corporación por elección y no por reglamento.
3. Philippe de Beaumanoir, Coutumes de Beauvaisis, citado por J.-P. Vivet en Mémoires de l'Europe, t. I, p. 368, París, R. Laffont, 1971.
4. Id., Ibíd., p. 370.
5. M.-D. Chenu, Fraternitas, Evangile et condition socio-culturelle, en Revue d'Histoire de la Spiritualité 49 (1973) 390-396.
6. Paul Ricoeur, Philosophie de la volonté, t. I, Le volontaire et l'involontaire, París, Aubier, 1949, p. 452.
7. Para completar esta exposición, cf. E. Leclerc, François d'Assise. Le retour à l'Evangile, París, Desclée de Brouwer, 1981, 255 págs. [Trad.: Francisco de Asís. El retorno al Evangelio. Oñate (Guipúzcoa), Ed. Franciscana Aránzazu, 1982, 177 págs.]
François d'Assise: une rencontre de l'Evangile et de l'Histoire, en Evangile Aujourd'hui n. 115 (1982) 4-18; y en Christus (París) n. 115 (1982) 361-375, de donde tomamos las notas y breves ampliaciones.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, n. 32 (1982) 239-25
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