EL CRUCIFIJO GOZOSO

EL CRUCIFIJO GOZOSO
por Sor María Mandelli, o.s.c.
Mirado superficialmente, el Crucifijo de San Damián no sugiere pensamientos alegres; pero si uno lo contempla con amor, siente crecer dentro de sí el germen de la alegría pascual que el autor sirio supo plasmar en el que sería el Crucifijo de la vocación franciscana.

El Crucifijo que habló a Francisco en San Damián y que Clara contempló durante toda la vida, convirtiéndolo en su propio espejo, es una imagen insólita y compleja. Este Crucifijo ha sido y sigue siendo estudiado por muchos especialistas y otros autores, que analizan su conjunto y sus distintos aspectos desde diversos ángulos. Pensamos que también puede ser objeto de una reflexión sobre la alegría

LA IMAGEN
Lo primero que salta a la vista de quien lo contempla es que no se trata de un Cristo paciente; no es un Cristo doloroso, agonizante, muerto. La pasión y la muerte de Jesús están presentes, pero en cuanto que han sido superadas. En cambio, encontramos la actualización de la alegría, de la gloria. Es un Cristo viviente, aunque no tenga aspecto triunfal, un vencedor, sereno y luminoso en su desnudez, velada sólo con un paño.
El rostro ha sido pintado con sumo esmero. Mantiene abiertos los ojos, grandes y profundos; la boca, perfectamente dibujada, parece a punto de hablar; los cabellos, cuidadosamente peinados, caen a rizos, tres a la derecha y tres a la izquierda, sobre los hombros desnudos, y se adivina cómo el resto de la cabellera fluye por la espalda; la barba y el bigote están recortados por mano de artista; la cabeza, ligeramente inclinada, arrastra consigo la aureola.
Varios detalles sugieren la idea de danza. El ritmo está expresado con las suaves líneas que dibujan los brazos, extienden las palmas de las manos, separan ampliamente el pulgar de los otros dedos, finos y cóncavos. El busto está levemente desplazado a la derecha de quien mira; en su interior se perciben líneas que parecen ser vestigios de las contorsiones de Cristos pintados en diferentes épocas. Las caderas están cubiertas con una faldilla flexuosa como un rico y precioso velo; las piernas están juntas, pero no rígidas, la izquierda ligeramente superpuesta a la derecha; los pies, abiertos separando las puntas, se encuentran en niveles ligeramente distintos, el izquierdo se adelanta un poco al derecho.
Cristo está inmóvil, pero en la actitud típica que precede al movimiento de la danza. Si lo miramos detenidamente y cerramos luego los ojos, podemos imaginarnos cómo eleva los brazos, mueve las caderas, levanta el pie izquierdo de la peana y empieza a danzar.
Todo respira alegría. El protagonista de esta danza es el Hijo del Padre, Aquel que dio su vida por amor, el Resucitado, que va a entrar en la gloria. Prueba de ello es la escena de la parte superior de la cruz. La imagen de Jesús, pintada en un círculo, no aparece frontalmente, como en la cruz, sino de lado. El paso de danza continúa y es ascensional: el pie derecho está más alto que el izquierdo. Pero, para asir la Mano del Padre, presente en el semicírculo de arriba, Jesús tendrá que hacer un cuarto de giro y presentarse de espaldas. Sólo entonces habrá dado el último paso para entrar en la gloria del Padre, y los dos círculos se fundirán en uno. Los ángeles que acogen y rodean a Jesús parecen estar moviendo la cabeza de forma semejante a quien acompasa el ritmo al escuchar una música. Los dos ángeles situados en los extremos de los brazos de la Cruz danzan ascensionalmente, y otro tanto hacen los dos personajes colocados en los extremos inferiores del recuadro, con una mano en la cintura y un pie en alto. También los dos personajes masculinos situados a los lados de Jesús adelantan el pie derecho mientras las mujeres parecen estar dialogando...

LAS PALABRAS
De una imagen dinámica como el Crucifijo de San Damián sólo podían provenir palabras dinámicas: «¡Francisco, anda y repara...!» Dos verbos de acción, de movimiento, de vida. ¡Un cadáver no anda ni repara! Dos imperativos concretos y esenciales, semejantes al gesto con que el director de orquesta da inicio a la ejecución del concierto.
El Crucifijo parece decir a Francisco: «Después de los largos meses de búsqueda y espera, en los que te has preparado con la oración y la victoria sobre ti (beso al leproso), ahora te mando: ¡Anda! ¡Emprende la marcha que te hará seguir mis huellas a través de los caminos del mundo y te introducirá un día en la misma gloria que el Padre me ha dado a mí!»
En su Testamento, Clara refiere que Francisco reparó la iglesita de San Damián, «en la que -añade- había experimentado plenamente el consuelo divino y se había sentido impulsado al abandono total del siglo...». Para Clara, el encuentro con el Crucifijo de San Damián es el momento del consuelo divino.
Francisco seguirá a Jesús hasta la estigmatización, pero ésta no será la etapa final, sino sólo la penúltima. La meta definitiva es la gloria, la alegría, la danza eterna, tal como las intuyó, entrevió y contempló en la imagen que en San Damián lo había interpelado y llamado por su propio nombre a él, el rey de la juventud de Asís. ¡Desde ese momento Francisco sabe a qué gloria se le destina, a qué alegría le llaman, a qué danza le invitan! Y no sólo a él. Cristo le manda que invite a esta cita final a todos los hombres, a todas las criaturas. Los gemidos, los dolores, la misma muerte son pasos para llegar a la fiesta eterna.
Visto desde este ángulo, también el Cántico de las criaturas parece un prólogo a ese acto final de la historia en el que Dios será «todo en todos» para eterna alabanza de su gloria.
El «¡anda!» que le dirige el Crucifijo a Francisco no tendrá pausa, y al envío seguirá la itinerancia. Pero un día le asalta a Francisco la duda y no sabe si debe continuar predicando o, más bien, dedicarse a la contemplación. Pide consejo a Clara, y ésta recoge de labios del Crucifijo de San Damián la respuesta que debe transmitirle a Francisco y que no podía ser otra que la recibida aquella primera vez: «¡Francisco, anda...!» Y el Santo reemprende la marcha, recomienza su tarea de Heraldo del Gran Rey, anunciando a todos la Buena Noticia (cf. LM 12,2; Flor 16).
A Clara, por su parte, el Crucifijo se le convierte en su propio espejo, y enseña a sus hijas y hermanas, próximas o lejanas, cómo se vive la unión con el Esposo:
«Alégrate también tú siempre en el Señor, carísima, y no te dejes envolver por ninguna tiniebla ni amargura, ¡oh señora amadísima en Cristo, alegría de los ángeles y corona de las hermanas! Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad. Así experimentarás también tú lo que experimentan los amigos al saborear la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservado desde el principio para sus amadores... Ama totalmente a quien totalmente se entregó por tu amor: a Aquel cuya hermosura admiran el sol y la luna, cuyos premios no tienen límite ni por su número, ni por su preciosidad, ni por su grandeza; a Aquel -te digo- Hijo del Altísimo...» (Carta III).
Es una nítida invitación a la alegría, incluida esa alegría eterna que no tendrá fin y hacia la cual caminamos.
El Crucifijo de San Damián es una escuela de alegría que nos revela la pedagogía de Dios. No se trata de eliminar la Cruz, que está de hecho bien representada en el Crucifijo, al igual que las llagas de las manos y los pies de Jesús, sino de desvelar la meta a la que conduce la sequela Christi, el seguimiento de Cristo. Esto es algo que Francisco y Clara no olvidaron nunca y que enseñaron con su ejemplo, su palaba y sus escritos.
«Tanto es el bien que espero que el dolor me es placentero» (Ll I). Así gustaba decir Francisco. Es como un eco de las palabras del salmista: «Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares». Un poeta francés ha escrito que «el dolor es una almendra amarga que se arroja a la vera del camino; al volver a pasar por el mismo camino, se encuentra un almendro en flor» (Claudel); dice también: «La paz, quien la conoce lo sabe, la componen a partes iguales la alegría y el dolor».
El poeta y compositor Olivier Messiaen termina su famosa obra sobre san Francisco (Saint François d'Assise, ópera en 3 actos y 8 cuadros, París, Ed. Alphonse Leduc, 1983) con estas palabras:
«Del dolor
de la debilidad
de la ignominia
resurge la fuerza
resurge la gloria
resurge la alegría».
Es, resumida, la esencia del mensaje del Crucifijo de San Damián.
                               [Selecciones de Franciscanismo, vol. XVII, n. 51 (1988) 425-428]

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